miércoles, 19 de noviembre de 2008

Edgar Allan Poe - Tres domingos en una semana

¡Tú, insensible, testarudo, costroso, mohoso, roñoso, añoso y viejo salvaje! —dije, por lo bajo, una tarde, a mi tío abuelo Rumgudgeon agitando ante él el puño en mi imaginación.

Sólo en mi imaginación. El hecho es que, sí que existía justo entonces, una trivial discrepancia entre lo que yo decía y lo que no tenía el valor de decir, entre lo que hacía y lo que deseaba hacer.
La vieja marsopa, cuando abrí la puerta de la sala de estar, se hallaba sentada con los pies sobre la repisa de la chimenea y con una copa de oporto en su zarpa, haciendo activos esfuerzos por llevar a la práctica la cantinela:

"Remplis ton verre vide!
Vide ton verre plein!"


—Mi querido tío —dije, cerrando la puerta suavemente y aproximándome a él con la más meliflua de las sonrisas—, siempre has sido tan amable y considerado y has demostrado tu benevolencia de tantas, tantísimas maneras que... que creo que bastará sugerirte sólo una vez más ese pequeño asunto para estar seguro de tu plena aquiescencia.

—Ajá —dijo— ¡Buen chico! ¡Prosigue!

—Estoy seguro, queridísimo tío (¡detestable y viejo bribón!) que no tendrás realmente, un serio propósito de oponerte a mi unión con Kate. Eso no es más que una broma de las tuyas, ya lo sé... ¡ja, ja, ja! ¡Qué divertido eres a veces!

—¡Ja, ja, ja! —dijo él— ¡Qué condenado! ¡Vaya que sí!

—Desde luego, desde luego. Ya sabía que estabas bromeando. Bueno, tío, todo lo que Kate y yo deseamos es que nos favorezcas con tu consejo en... en lo que respecta a la fecha, tú ya me entiendes, tío. En un a palabra, ¿Cuándo te viene mejor que la boda vaya a consumarse? Ya me entiendes.

—¿Consumarse, bergante? ¿Qué quiere decir con eso? Mejor será que esperes primero a que se celebre.

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju ju! ¡Oh, eso sí que es estupendo! ¡Qué chiste! Pero lo que queremos ahora, ya me entiendes tío, es que nos indiques la fecha exactamente.

—¡Ah! ¿Exactamente?

—Sí, tío. Es decir, si te viene bien.

—¿No convendría más, Bobby, que lo dejara al azar? ¿Para algún día, dentro de un año o así? ¿O es que tengo que decirlo exactamente?

—Si te place, tío..., exactamente.

—Pues bien, Bobby, hijo mío... Tú eres un buen muchacho ¿verdad? Y como quieres saber la fecha justa, yo..., sí señor, yo te voy a dar gusto por una vez.

—¡Querido tío!

—¡Chist, caballerete! (Ahogando mi voz)..., te voy a dar gusto por una vez. Tendrás mi consentimiento... y la pasta, no debes olvidar la pasta. ¡Vamos a ver!... ¿Cuándo será? Hoy es domingo, ¿Verdad? Pues bien, ¡Os casaréis exactamente —¡exactamente!—, recuérdalo, cuando se junten tres domingos en una semana. ¿Me oyes, caballerete? ¿Por qué abres así la boca? Repito que tendrás a Kate y su pasta cuando se junten tres domingos en una semana, pero hasta entonces no, bribón, hasta entonces, no, aunque me muera. Ya me conoces... soy hombre de palabra..., y, ahora, ¡largo!

Dicho esto, se echó al coleto su vaso de oporto, mientras yo salía precipitadamente de la estancia lleno de desesperación.

Un “viejo y auténtico caballero inglés” era mi tío abuelo, sí; pero a diferencia de la canción tenía sus puntos flacos.
Era un personaje menudo, obeso, pomposo, apasionado y semicircular con una roja nariz, un grueso cráneo, una gran fortuna y un fuerte sentido de su propia importancia. Con el mejor corazón del mundo contribuía, debido a un predominante espíritu de contradicción, a ganarse fama de tacaño ente aquellos que sólo le conocían superficialmente.
Como ocurre con muchas personas excelentes parecía poseído de la manía de atormentar a la gente, lo cual hubiese podido tomarse fácilmente a primera vista por malevolencia. A toda su petición, su inmediata respuesta era un categórico “¡no!”. Pero al final, muy, muy al final, eran poquísimas las peticiones que dejaba de atender.
A todos los ataques dirigidos contra su bolsa oponía la más feroz defensa, pero, en definitiva, la cantidad que se le arrancaba estaba por lo general en razón directa con la duración del asedio y la tenacidad de la resistencia. En cuestiones de caridad ninguno daba con más liberalidad ni con peor gracia.

Por las bellas artes y, en especial, por las belles lettres sentía un profundo desprecio, que le había inspirado Casimir Perier, cuya petulante preguntilla “A quoi un poète est-il bon?” tenía la costumbre de citar, con una pronunciación muy chusca, como el non plus ultra de agudeza lógica. De ahí que mi propia inclinación por las Musas hubiese provocado su total descontento.

Me aseguró un día, cuando le pedí un ejemplar de una nueva edición de Homero, que la traducción de “Poeta nascitur non fit” era que “Un asqueroso poeta no vale para nada", observación que recibí con gran resentimiento.
Además, su repugnancia hacia “las humanidades” había aumentado mucho últimamente a causa de un accidental viraje en favor de lo que él suponía que eran las ciencias naturales.
Alguien le había abordado en la calle, tomándole nada menos que por el doctor Dubble L. Dee, el catedrático de física empírica. Esto le hizo cambiar bruscamente de rumbo, y justo por la época de esta historia, pues esta historia va camino de ser después de todo, mi tío abuelo Rumgudgeon se mostraba asquible y pacífico sólo en lo tocante a puntos que daban en coincidir con las cabriolas del hobby que montaba. Por lo demás, reía a mandíbula batiente y su política era inflexible y fácil de comprender. Pensaba, con Horseley, que “la gente no tiene que ocuparse de las leyes más que para obedecerlas”.

Había vivido yo toda mi vida con el anciano caballero. Mis padres, al morir, me habían donado a él como un rico legado. Creo que el viejo bribón me quería como a un hijo, casi, si no tanto, como a su hija Kate, pero me daba una vida de perros, después de todo.
Desde mi primer año con él hasta el quinto, me favoreció con periódicas azotainas. Del quinto al decimoquinto, me amenazaba a todas horas con el correccional. Del decimoquinto al vigésimo no pasó un día en que no me prometiera desheredarme.
Era yo un tarambana, es cierto, pero eso constituía una parte de mi naturaleza, un rasgo de mi manera de ser. En Kate, sin embargo, yo tenía una fiel amiga y lo sabía. Era una buena muchacha y me decía dulcemente que sería mía (con pasta y todo), siempre que a fuerza de importunar a mi tío abuelo le arrancara el necesario consentimiento. ¡Pobre muchacha! Tenía apenas quince años y, sin ese consentimiento, no podría echar mano a su pequeño capitalito hasta que cinco inconmensurables veranos hubiesen “terminado de arrastrar su larga existencia”.
¿Qué hacer, pues? A los quince, e incluso a lo veintiuno (pues yo había pasado ya mi quinta olimpíada), cinco años en perspectiva nos parecían quinientos. En vano asediábamos al anciano caballero con nuestra machaconería. Era aquella una pièce de résistance (como dirían los señores Ude y Carene) que se acomodaba perfectamente a su perversa imaginación.
Habría excitado la indignación del mismo Job el ver hasta qué punto se conducía como un viejo perro ratonero con dos pobrecillos y míseros ratones como nosotros dos. Su corazón nada deseaba más ardientemente que nuestra unión. Era una idea que había alimentado desde siempre.
En realidad, habría dado diez mil libras de su propio bolsillo (la pasta de Kate era de ella) si hubiese podido inventar algo que se pareciera a un pretexto para acceder a nuestros muy naturales deseos. Pero es que Kate y yo habíamos sido tan imprudentes como para mencionar por primera vez la cuestión nosotros mismos. Creo sinceramente que no oponerse a ella en tales circunstancias era algo superior a sus fuerzas.

He dicho ya que tenía sus puntos débiles, pero, cuando hablo de ellos, no debe entenderse que me refiero a su testarudez, que por cierto era uno de sus puntos fuertes: “assurément ce n’était pas sa faible”.
Cuando menciono sus debilidades, hago ilusión a na inexplicable superstición de vieja comadre que le acosaba. Era dado a conceder mucha importancia a sueños, portentos et id genus omne de galimatías. Era, también muy puntilloso en pequeñas cuestiones de honor y , a su manera, hombre de palabra, sin ninguna duda.
Aquello constituía, en realidad, uno de sus pasatiempos. No tenía escrúpulos en reducir el espíritu de sus promesas a cero, pero la letra era un compromiso inviolable. Ahora bien, fue de esta última peculiaridad de su idiosincrasia de la que el ingenio de Kate nos permitió un buen día, no mucho después de nuestra entrevista en la sala, sacar un provecho inesperado. Y habiendo agotado así en prolegómenos, a la manera de todos los bardos y oradores, todo el tiempo puesto a mi servicio y casi todo el espacio puesto a mi disposición, resumiré en pocas palabras lo que constituye el meollo de esta historia.

Sucedió entonces —así lo dispusieron los hados— que entre las relaciones náuticas de mi prometida se contasen dos caballeros que acababan de poner pie en las costas de Inglaterra, tras un año de ausencia, cada uno de ellos haciendo un viaje por el extranjero.
En compañía de estos dos caballeros, mi prima y yo, premeditadamente, hicimos una visita al tío Rumgudgeon un domingo por la tarde, el diez de octubre, justo tres semanas después de la memorable decisión que había echado por tierra tan cruelmente nuestras esperanzas. Durante media hora la conversación discurrió sobre tópicos corrientes, pero al fin nos las arreglamos, con toda naturalidad, para darle el siguiente giro:

Capitán Pratt. —Bien, he estado ausente justo un año. Justo un año hará hoy, a fe mía. Vamos a ver... ¡sí! Estamos a diez de octubre. Recordará usted, señor Rumgudgeon, que vine a verle tal día como hoy para despedirme de usted. Y, a propósito: sí que parece una coincidencia ¿no es verdad? que nuestro amigo el capitán Smitherton, aquí presente, haya estado ausente también un año... ¡un año se cumple hoy!

Smitherton. —Sí, justo un año redondo. Recordará usted, señor Rumgudgeon, que vine con el capitán Pratol ese mismo día, el año pasado para presentarle mis respetos al partir.

Tío. —Sí, sí, sí... lo recuerdo muy bien... ¡Muy raro, verdaderamente! Se marcharon ustedes dos hace justo un año. ¡Una coincidencia muy extraña, verdaderamente! Justo lo que el doctor Dubble L. Dee denominaría una extraña concurrencia de acontecimientos. El doctor Dub...

Kate. — Pues sí, papá, el capitán Pratt dio la vuelta al Cabo de Hornos y el capitán Smitherton dobló el Cabo de Beuna Esperanza.

Tío. —¡Exactamente! El uno fue por el este y el otro fue por el oeste, tunanta, y ambos han dado la vuelta completa al mundo. Entre paréntesis, el doctor Dubble L. Dee...

Yo (apresuradamente). —Capitán Pratt, debiera usted venir mañana a pasar la tarde con nosotros..., usted y Smitherton. Podrán contarnos todo lo referente a sus viajes, jugaremos al whist y...

Pratt. —Al whist, mi querido muchacho..., olvida usted que mañana es domingo. Alguna otra tarde...

Kate. —¡Oh, no, por favor! Robert no es tan torpe. Hoy es domingo.

Tío. —Claro que sí, claro que sí.

Pratt. —Les pido a los dos mil perdones, pero yo no puedo estar tan equivocado. Sé que mañana será domingo porque...

Smitherton (muy sorprendido). —¿En qué están pensando todo ustedes? ¿No fue ayer domingo?

Todos. —¡Ayer! ¡Vamos! ¡Usted está chiflado!

Tío. —Hoy es domingo, repito. ¿No lo sabré yo?

Smitherton. —Todos ustedes están locos... todos y cada uno de ustedes. Estoy tan seguro de que ayer fue domingo como de que me hallo sentado en esta silla.

Kate (levantándose impetuosamente). —Ya veo... ya lo veo todo. Papá, esto significa el fallo de... de ya sabes qué. No digáis nada y os lo explicaré en un minuto. Es una cosa sencillísima, verdaderamente. El capitán Smitherton dice que ayer fue domingo, y lo fue: tiene, pues razón. El primo Bobby, el tío y yo decimos que hoy es domingo, y lo es. Tenemos, pues razón. El capitán Pratt sostiene que mañana será domingo, y lo será: tiene, pues, razón también. El hecho es que todos tenemos razón y que de esta forma se han reunido tres domingos en una semana.

Smitherton (tras una pausa). —Pues sí, Pratt, Kate se halla totalmente en lo cierto. ¡Qué tontos somos los dos! Señor Rumgudgeon, la cosa es clara: la tierra, como sabe, tiene veinticuatro mil millas de circunferencia. Ahora bien, este globo terráqueo gira sobre su propio eje, da vueltas, se mueve en círculo... con lo cual esas veinticuatro mil millas de longitud se desplazan de oeste a este en veinticuatro horas exactamente. ¿Comprende, señor Rumgudgeon?

Tío. —Desde luego, desde luego... El doctor Dub...

Smitherton (cortándole la palabra). —Bien, señor, eso hace una velocidad de mil millas al este de aquí. Ahora bien, suponga que zarpo de un punto situado a mil millas al este de aquí. Desde luego me anticiparé una hora a la salida del sol aquí, en Londres. Veré salir el sol una hora antes que ustedes. Habiendo recorrido, en la misma dirección otras mil millas, me anticiparé en tres horas a ella, y así sucesivamente hasta dar la vuelta completa al globo y regresar a este punto en que, habiendo recorrido veinticuatro mil millas en dirección este, me habré anticipado a la salida del sol londinense en no menos de veinticuatro horas, es decir, tendré un día de adelanto con respecto al horario de ustedes. Comprendido ¿eh?

Tío. —Pero Dubble L. Dee...

Smitherton (hablando muy alto). —El capitán Pratt, por el contrario, cuando hubo navegado mil millas hacia el oeste de este punto, tenía una hora de retraso y cuando hubo navegado veinticuatro mil millas hacia el oeste tenía veinticuatro horas, o un día, de retraso con respecto al horario de Londres. Así, para mí ayer era domingo, así, para ustedes hoy es domingo y así, para Pratt mañana será domingo. Y lo que es más, señor Rumgudgeon, está taxativamente claro que todos tenemos razón, pues no puede existir ninguna razón filosófica para pensar que la idea de uno de nosotros deba tener preferencia sobre la de los demás.

Tío. —¡Vaya, vaya! Bien, Kate; bien Bobby, éste es el fallo, como decís. Pero yo soy hombre de palabra, ¡que no se olvide! Tuya será muchacho (con pasta y todo) cuando quieras. ¡Esto está concluido, por Júpiter! ¡Tres domingos en fila! ¡Iré a oír la opinión de Dubble L. Dee sobre eso!

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